lunes, noviembre 29

Hematológica difusa


(a y desde, quizá para, pero no por... Ethel)

Gotas, que no átomos.
Cuentagotas como medida de tiempo,
cálculo infinitesimal para tomar el pulso.
Tensión baja a pesar de la cafeína.

La nicotina sabe mejor inyectada entre nuestras pupilas.

Silencios de ruido gris y niebla.
Silencios aún por dibujarse.
Y estás tú.

... y mi corazón sigue bombeando sangre.

Sexo sináptico,
besos de éter
al final.
Electromagnetismo y dopamina.

viernes, noviembre 12

Felicidad



Me preguntaban ayer si era feliz... pregunta curiosa y nada fácil, a todas luces capciosa y, en cierto modo, incluso insolente dentro de la ternura que esconde. Pregunta que desencadenó en mi mente un torrente de interrogaciones de tan hondo calado que llevo desde ese ayer intentando a cada rato dar a todas respuesta. ¿Feliz, en qué sentido? ¿Se puede ser feliz? Felicidad es un concepto imponente si se toma en su totalidad ¿será la felicidad, en su connotación más solemne, algo absoluto de lo que puedo participar? Quizá es como la libertad, inabarcable en abstracto y cuyo disfrute nace de necesitarla, nos inventamos parcelas de libertad de las que participar. ¿Nos construimos también parcelas de felicidad que ocupar, fragmentos de una felicidad suprema inconcebible? ¿Y es realmente inconcebible?... ¿Cabría "estar" feliz?...
Felicidad: ¿estado o modo de ser?... Dulce nombre para una tesis... -demasiados puntos suspensivos-.
(Partamos previamente de mi idea preconcebida de la imposibilidad de ser feliz, que se ha visto en este tiempo tambalear, he ahí el origen de mis disquisiciones).
Mi respuesta escasa, vaga y torpe remitió entonces a Aristóteles, al concepto de eudaimonía. La vida eudaimónica, el sentido terreno de una felicidad tranquila, contentarse -he aquí un problema- con una vida digna de vivirse. ¿Una vida, porque valga la pena, es feliz?
La felicidad aquí parte de uno mismo, pero pierde el sentido absoluto que yo (repito, divagaciones subjetivas) doy a la felicidad. La solemnidad que me evoca se deshace y cae en favor de una suerte de conformismo trivial ante la imposibilidad de un sentimiento pleno, de un "ser feliz" con todo lo que conlleva frente a estados meramente placenteros -fantasmagorías de la felicidad aspirada-.
Aceptar como bueno nuestro bagaje no se me parece a una felicidad por la que haya nadie de ser preguntado, pues se supone. Se trata aquí de una felicidad tan mediocre y vacía que, a mi modo de ver, no merece tal nombre. En fin, conformarse con una vida, esforzarse en mejorarla dentro de unos límites de serenidad, se presenta como demasiado próximo al tedio para que valga la pena omitir otras posibilidades.
Obviamente un balance positivo no se presenta como el fin al que dirigir nuestras aspiraciones, ahora bien, "ser feliz", la felicidad como modo de ser sólo puede ser esto, no cabe una vida de euforia continua, así, el uso de la palabra felicidad adquiere un sentido banal. Una felicidad inmanente, tangible, asequible se cierne sobre esta generación - curiosamente apática - y, ahora que está a mano, es en este sentido en el que se nos presenta como telos, el fin último, en esta sociedad atomizada en la que nos vemos obligados a tener derecho a ser felices -derecho ineludible, por cierto-. Pero esta institucionalización, esa felicidad como fin de todo individuo -por individuo, civilizado- trivializa aún más la idea de felicidad y ahora ser feliz deviene algo parecido a poder vivir, cubrir necesidades y, si acaso, algún capricho.
La definición de felicidad, de principio compleja, se simplifica (en el sentido más despectivo) y se da una definición negativa -la más pobre de las posibles- de modo que ser feliz es no sufrir, sin más. Esto explica el miedo como arma política, el auge del marketing, la creación de necesidades artificiales que se nos presentan como naturales -la estipulación de puertas para afuera de qué es necesidad, qué capricho, qué es bueno y qué no-. La legislación de la felicidad la pone al alcance de todos a un módico precio: la fácil manipulación, la maleabilidad de la masa. (Pero aquí no entraré más).
El caso es, si tengo clara la idea intuitiva de felicidad hasta el punto de negarme a aceptar según qué acepciones, ¿acaso puede experimentarse tal sensación? ¿arraigará el problema en la idea de felicidad como modo de ser?¿será la felicidad un estado?¿una felicidad perecedera será tal cosa?....-de nuevo, puntos suspensivos-.
El hecho es que sí, se dan en la vida sensaciones de placer extremo más allá de la percepción, algo similar a una elevación que puede hacernos incluso temblar de incredulidad, que llena cada poro y hace perder el equilibrio. La felicidad sublime que anhelamos, toda la solemnidad con que nos enfrentamos a ella y a ella nos rendimos, cae sobre nosotros sin previo aviso en un instante y nos completa, nos ocupa por entero dejando sin espacio a las carencias, pero tan solo como un soplo, efímera. Una vez, otra y otra más nos abandona dejando aún más huecos de los que llenó.
Es este poso trágico el que destruye la idea de tal estado sublime como felicidad, porque en este sentido, como en tantos otros, peco de extremista y si es felicidad no debería haber cabida a temor alguno y, ciertamente, todo el que haya sentido algo similar sabe de lo que hablo al decir que, cuando tiemblo de incredulidad, también tiemblo porque espero aterrada el momento en que termine todo y me vacíe. La certeza del fin y la incertidumbre del cuándo será atraviesan esta felicidad, la agrietan de pánico y es a través de estas grietas donde se nos aparece en su máxima realidad y excelencia, pero la experiencia total y completa introduce matices de desdicha que resquebrajan este sentimiento y lo convierten en esta suerte de felicidad contradictoria -no obstante, ¡bendita contradicción!-.
Sinceramente, si lo trágico se queda en un gusto seco al final, como el que dejan los taninos del té, prefiero desequilibrarme de vez en cuando, caer a lo más profundo y elevarme a lo más alto en una noche, a conformarme en un pasar por la vida sin pena ni gloria, un vivir sin sobresaltos, sin enfrentamientos con el mundo, pues no se puede acariciar la felicidad sin la sorpresa, no se puede pensar si no hay asombro y no se puede conocer si no hay fascinación ante eso que se nos impone como "otro". ¿Podría alguien llamar vida a un movimiento sin imprevistos, a la inercia en un mundo que se presente sin asombrarnos?
Así las cosas, el ciclo de ascensos y caídas es más sugerente que el hastío de una vida en positivo, y si en este devenir son más las veces que caemos, sólo nos queda levantarnos.
Más aún, eludiendo el tono seductor con que se presenta, estas fluctuaciones resultan necesarias. En nuestra actividad cognitiva, ya desde niños, son dos los impulsos básicos y contrarios que guían nuestro aprendizaje; placer y dolor. Por esto me atrevo a afirmar que son necesarias las caídas, la tragedia y amargura, la experiencia del dolor más profundo, para poder alcanzar a experimentar la felicidad, los momentos de alegría extrema que nos acercan a esa idea de felicidad plena que sí se nos presenta como motor de nuestras acciones, porque en el fondo, si no es por oposición ¿de qué modo podríamos conocer sentimiento de tamaña complejidad?
En cualquier caso, en ese ayer tan aparentemente lejano pude contestar que sí, en un estado de serenidad y sosiego, no sublime pero sí pleno, porque si bien es una felicidad tibia, sin embargo es más llevadera. Es esta una felicidad -si puedo llamarla así después de lo dicho- que no he entrado a analizar, puedo decir que no se aleja demasiado de lo que presenté anteriormente, podría decirse que es un sorbo de té que aún no me ha llenado pero tampoco me ha dejado aún la boca seca.
Supongo que la clave está en el equilibrio, porque en tanto que enfrentada con el mundo, una parte de mi felicidad dependerá de mí, y es innegable mi cambio de actitud respecto de otro tiempo, pero no reside sólo en mí la posibilidad de ser feliz, es a eso "otro" ajeno a mí a lo que he de encomendarme cada día, es por esto que no puedo negar que hay circunstancias, momentos, personas... sobre todo personas -sobre todo sorpresas-, que me reconcilian con el mundo, y también es por todo esto que no pude contestar de otra manera.